21
de junio de 2016.
Ayer
me dormí a las siete de la tarde. Me sentía un poco desganada, quizás es un
poco de todo; quizás es un todo de ti.
Te
soñé. Otra vez. Nos soñé en Colima; llegabas un jueves sin aviso y querías
quedarte, y yo sirviendo la mesa volteé a verte y te sonreí, como si con eso
lograra que cada día quisieras quedarte uno más.
Me
levanté con ganas de verte. Otra vez. Pero fue distinto; tuve el presentimiento
de que si te llamaba para decirte que comiéramos juntos, me dirías que sólo si
te dejaba invitarme. O algo así. Y ahí estoy yo, segura de nada, marcando sin
planear las palabras. Y luego tú, quedando de llamarme en un mejor momento. Y
entonces nada. Las ocho, las nueve, el café, el tráfico, la oficina, los
e-mails, las llamadas (que no son tuyas), la comida, las cuatro, las cinco, el
buzón vacío en la pantalla, las seis… y luego el arrepentimiento de esta
empecinada intuición.
Después
caigo en lo que dice en Popol Vuh: “Quien elige el camino del corazón, no se
equivoca nunca”. Estoy satisfecha.
Te
quiero, G.